Estaba uno el otro día en un bar celebrando la casi derrota del Real Madrid frente a Las Palmas, cuando me percaté que de la mesa de unos caballeros muy maduros y supuestamente equilibrados salía el epíteto “rojos” para referirse despectivamente a uno y a sus amigos que, hartos de sufrir por la ausencia de triunfos del Sporting, nos apuntamos al muy acendrado rito de celebrar las escasas derrotas/empates del autosuficiente merenguismo. Al parecer, ahora uno se gana el honor de ser llamado “rojo” por el simple y fácil hecho de no ser del Real Madrid. Agradezco a los honorables caballeros de la bancada de marras un elogio totalmente inmerecido. Luego pone uno la tele y se topa con independentistas de barretina insultando a un funcionario de la Justicia, a un Ministro de Justicia muy verraco con las bromas en Twitter que el siempre agudo Rafa Quirós, definió hace días en Facebook como “el peor ministro de Justicia del franquismo”. Pasa después el bus del pene y la vulva por el camino de proponer la esterilización nazi para los raritos; llega el obispo que se apena más por una drag queen que por los muertos en accidente, y aparecen los homófobos de Malasaña y mala bilis, y los que matan mujeres a ritmo aterrador, y las viejecitas testadoras que amenazan periodistas por no contar las cosas como ellas quieren, y los periodistas que amenazan a todo el mundo que no camina por donde ellos sentencian, y el sindicalismo lumpen que amenaza con pasamontañas y coartada revolucionaria (sic), y Rato y Blesa, tan cabales ellos, que esquivan el trullo y provocan oleadas de cabreo. Y todo así. En resumen: que hay mucho odio desde el que nos llama “rojos” a quienes no somos de Florentino, hasta el macarra que llama maricón a uno que es homosexual. El caldero español es un caldo espeso de odio que atufa y agota a diario a quien lo ejerce, a quien lo recibe y a quien lo observa.
Ignoro (entre otras muchas cosas) si algún filósofo le ha metido el diente a algo que podría llamarse “el derecho al odio en la civilización que se cree moderna y vuelve a las cavernas”. Supongo que podrían sacarme de esta duda gentes apacibles de pensamiento y cultura amplia y probada como Rubén Medina, Enrique del Teso, Xandru Fernández, Manuela Blanco o Vicente Faixat, algunos teólogos de la laicidad gijonesa a quienes escucho encantado opinar con sustancia sobre la vida y poner calma en la tempestad. Pero mientras me sacan de la duda y no (que tendrán más cosas que hacer que andar despejando las brumas de mi ignorancia) lo que a mí me acojona es que el odio se haya generalizado más que la gripe y ya sea plato del día en la dieta informativa.
Es sabido que el litro de odio es más barato que el de cualquier bebida espirituosa (ahora se dice así, al parecer) o que la gasolina, y que emborracha e incendia con efectividad imbatible todo lo que toca. Uno también odia lo que le parece, claro está, porque puestos a meter la cuchara en la olla podría de los bajos instintos, nadie se priva. Y seguro que a veces me hago odiable y odioso, y tiro la primera piedra sin estar libre pecado alguno, aunque para ello me tenga que poner una barba postiza como hacían aquellas señoras galileas de la Vida de Brian con tal de que las dejasen apedrear a alguien.
El litro de odio sigue demasiado barato como para renunciar a un chupito o a una garrafa entera. Y parece que ahora hay barra libre.
Eso te pasa por animar a Las Palmas. Si animaras al (spanish) Chelsea contra el Madrid, a ver quién iba a tener huevos de llamarte ¡rojo!