Conozco a un hombre que perdió un brazo, pero que no ha perdido la calma, ni la dignidad, ni la esperanza, ni el humor. Nos encontramos por casualidad y escuchó mis quejas de siempre sobre la crisis, una cháchara exasperante sobre la actualidad económica y me invitó a una copa con la cordialidad habitual, sin una queja. Cuando acabó de hacer todo esto y de consolarme, giró su cuerpo y me enseñó una manga vacía con el muñón de su brazo perdido cinco días antes. Dejó su coche en un aparcamiento y cogió un taxi para acudir a una cena como un conductor responsable. Cuando volvía de la cena, unos tipos embistieron al taxi en el que viajaba y el hombre despertó en una cama de hospital sin su brazo derecho. Fue hace menos de un mes y él lo cuenta con una entereza y una credibilidad que hace muchos años no me transmite ningún ministro ni ningún sindicalista. No trata de convencerme de su entereza, ni de su fortaleza mental, ni de su abnegación ante las tragedias. No trata de convencerme de nada. No maldice, sólo mira el hueco de su brazo perdido y hace planes para cuando deje de sentir el hormigueo fantasmal del miembro que ya no existe. Usa la otra mano para pasear con su nieto y aprender de nuevo a afeitarse, escribir, fumar y hablar por teléfono. Sigue usando su vida, su inteligencia y todo lo demás.
Alguien me dijo hace días que lo peor de la crisis es que, además de arruinados y parados, nos está dejando secos, insensibles e indiferentes salvo para con nuestros problemas. La crisis nos va amputando la esperanza en finas lonchas y cada mañana nos cuesta más trabajo reconocernos porque la estrategia carnívora de los tiburones que nos rodean es contagiosa y nos sentimos capaces de despedazar a quien quiera disputarnos nuestra galleta. Mientras esto ocurre y uno se cree desgraciado ante su nómina, el hombre que perdió un brazo piensa que la vida merece la pena y sigue remando. La vieja dama llamada esperanza aún vive.