Hace décadas que José Antonio Labordeta se preguntó cantando ‘¿qué hago yo aquí?’. Supongo que no se encontraba bien, o que la madurez, o el simple paso del tiempo le pesaban en la mochila tanto como un montón de piedras del río. Tal vez esa canción fue el producto de la clarividencia que dan los años, quieras o no. Hay mañanas que, sin saber por qué, esa canción me viene a la memoria. No la escucho desde hace años pero hay mañanas en las que la voz honda y contundente de Labordeta me resuena en alguna parte del cerebro: ‘A veces me pregunto qué hago yo aquí’. Y el eco de esas palabras sigue rebotando mientras me ducho, mientras hago el café y mientras pongo en orden las pastillas de colores de cada mañana, un menú cada vez más amplio y complicado con el que tratan de controlar mi sueño, mi perro negro, mis ansiedades, mi miedo y casi todo lo demás. Y sigo pensando en la canción cuando entro en el bucle laboral, en las redes sociales, en la ciega jerga de cabeceos, saludos, preguntas, respuestas, sobreentendidos, reuniones, papeleos, barras de bar, juegos de palabras, amores imposibles… Diógenes recomendó hacerse el loco cuando uno está entre locos, así que con mi saco de pastillas, mi mochila de fracasos y mi puñado de dudas transito en el manicomio social cotidiano esperando mi ración en la cola de las píldoras de colores que la enfermera Ratched reparte en el Nido del Cuco.
A veces me pregunto qué hago yo aquí. ¿Qué hago? A estas alturas, subsistir y gracias. Algunos dirán que soy un afortunado ya que tengo trabajo, algún amigo y unas relaciones familiares y sociales pasables. No lo puedo negar, pero ni eso ni las pastillas me quitan de la cabeza la pregunta de Labordeta. Yo trataba de pensar como Woody Allen que en la vida es suficiente ir tirando si la cosa funciona, sin buscar siempre pelos en la sopa, la cicatriz de los implantes de silicona, ni tres pies al gato. ‘Si la cosa funciona’, no hacer la vida más compleja de lo que es, ir tirando si la cosa funciona debería ser filosofía suficiente para ser medianamente feliz sin pedir peras al olmo, eso pensaba yo, pero uno se encuentra con que no siempre es fácil encajar con el resto del género humano partiendo de esta premisa que está a medio camino entre la resignación y la sabiduría práctica. Y de nuevo me pregunto ¿qué hago aquí? Aguantar, esquivar, disimular, evitar las ventanas abiertas, racionar las emociones, tener más miedo a la vida que a la muerte y procurar que la gente no se dé cuenta de mi mediocridad, conviviendo con el hecho de que alguna vez fui una joven promesa y ahora soy un viejo fracaso.
Sigo sin saber qué hago yo aquí y si tiene sentido que lo siga haciendo. Porque a partir de ahora todo es tiempo añadido y supervivencia; todo es evitar refugiarse en la afirmación de que cualquier tiempo pasado fue mejor cuando solo fue anterior; a partir de esta pregunta que te desubica aprendes que ya tienes más pasado que futuro y que antes de lo que esperas estarás más lejos de todas las quinielas y más cerca de todas las esquelas. Te preguntas cada mañana qué haces aquí cuando se te mueren amigos y referentes, cuando se caen a plomo las paredes que te atecharon tantos años y vives en medio de una sociedad facilona, sensiblera y en la que casi todo es apariencia en forma de likes, gatitos y lemas de catecismo envasados al vacío que se hacen pasar por ideas.
Sigo sin saber qué hago aquí, cada día lo sé menos. Voy a tomarme las pastillas. Cuantas más, mejor.