Pastillas

Hace décadas que José Antonio Labordeta se preguntó cantando ‘¿qué hago yo aquí?’. Supongo que no se encontraba bien, o que la madurez, o el simple paso del tiempo le pesaban en la mochila tanto como un montón de piedras del río. Tal vez esa canción fue el producto de la clarividencia que dan los años, quieras o no. Hay mañanas que, sin saber por qué, esa canción me viene a la memoria. No la escucho desde hace años pero hay mañanas en las que la voz honda y contundente de Labordeta me resuena en alguna parte del cerebro: ‘A veces me pregunto qué hago yo aquí’. Y el eco de esas palabras sigue rebotando mientras me ducho, mientras hago el café y mientras pongo en orden las pastillas de colores de cada mañana, un menú cada vez más amplio y complicado con el que tratan de controlar mi sueño, mi perro negro, mis ansiedades, mi miedo y casi todo lo demás. Y sigo pensando en la canción cuando entro en el bucle laboral, en las redes sociales, en la ciega jerga de cabeceos, saludos, preguntas, respuestas, sobreentendidos, reuniones, papeleos, barras de bar, juegos de palabras, amores imposibles… Diógenes recomendó hacerse el loco cuando uno está entre locos, así que con mi saco de pastillas, mi mochila de fracasos y mi puñado de dudas transito en el manicomio social cotidiano esperando mi ración en la cola de las píldoras de colores que la enfermera Ratched reparte en el Nido del Cuco.

A veces me pregunto qué hago yo aquí. ¿Qué hago? A estas alturas, subsistir y gracias. Algunos dirán que soy un afortunado ya que tengo trabajo, algún amigo y unas relaciones familiares y sociales pasables. No lo puedo negar, pero ni eso ni las pastillas me quitan de la cabeza la pregunta de Labordeta. Yo trataba de pensar como Woody Allen que en la vida es suficiente ir tirando si la cosa funciona, sin buscar siempre pelos en la sopa, la cicatriz de los implantes de silicona, ni tres pies al gato. ‘Si la cosa funciona’,  no hacer la vida más compleja de lo que es, ir tirando si la cosa funciona debería ser filosofía suficiente para ser medianamente feliz sin pedir peras al olmo, eso pensaba yo, pero uno se encuentra con que no siempre es fácil encajar con el resto del género humano partiendo de esta premisa que está a medio camino entre la resignación y la sabiduría práctica. Y de nuevo me pregunto ¿qué hago aquí? Aguantar, esquivar, disimular, evitar las ventanas abiertas, racionar las emociones, tener más miedo a la vida que a la muerte y procurar que la gente no se dé cuenta de mi mediocridad, conviviendo con el hecho de que alguna vez fui una joven promesa y ahora soy un viejo fracaso.

Sigo sin saber qué hago yo aquí y si tiene sentido que lo siga haciendo. Porque a partir de ahora todo es tiempo añadido y supervivencia; todo es evitar refugiarse en la afirmación de que cualquier tiempo pasado fue mejor cuando solo fue anterior; a partir de esta pregunta que te desubica aprendes que ya tienes más pasado que futuro y que antes de lo que esperas estarás más lejos de todas las quinielas y más cerca de todas las esquelas. Te preguntas cada mañana qué haces aquí cuando se te mueren amigos y referentes, cuando se caen a plomo las paredes que te atecharon tantos años y vives en medio de una sociedad facilona, sensiblera y en la que casi todo es apariencia en forma de likes, gatitos y lemas de catecismo envasados al vacío que se hacen pasar por ideas.

Sigo sin saber qué hago aquí, cada día lo sé menos. Voy a tomarme las pastillas. Cuantas más, mejor.

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Los superiores morales

Me veo rodeado últimamente de personas que me miran y me hablan como investidos de una alta superioridad moral cuyo origen desconozco. Sólo sé de ellos o ellas que militan en grupos, tertulias o simples pandillas donde el peso de la teoría rancia, los lemas de garrafón y la palabrería intoxicada por la ausencia de análisis es mucho más notable que el de las acciones concretas en favor de tal o cual causa. Yo admito mi indiferencia por casi todo, ya que soy de la opinión de que el mundo ha entrado en una fase de podredumbre de tal profundidad que solo es cuestión de tiempo que todo se vaya la carajo. Rara vez voy a manifestaciones, nunca enarbolo pancartas ni cuelgo banderas o pendones del balcón. Por no poner, ni siquiera me animo a colocar bombillas navideñas tras los cristales, ni a colgar del balcón uno de esos papanoeles de trapo que más parecen un ladrón empapado mientras intenta un robo con escalo que el benefactor navideño de la infancia. Voy a votar mientras me tapo la nariz ante la urna y cambio de cadena (o tiro de ella) cuando en aparece en la pantalla alguno de estos predicadores de discurso subnormalizado. Pero, a pesar de mi decepción general, mi profesión me ha dado la capacidad de analizar mínimamente la historia en la que vivo y las personas con las que me he cruzado durante más de 30 años.

De esta especie de inmaculados son quienes esta semana han vuelto a mirar por encima del hombro a todos aquellos que elogiamos la capacidad política y ejecutiva de Tini Areces, muerto de forma prematura aunque tuviese 75 años porque aún tenía mucho que aportar. Ser progre vituperando a Areces es una moda que se extendió mucho en Asturias durante los últimos años y a la que, curiosamente, se apuntaron gentes del PSOE que le llevaron a vivir el absurdo de gobernar en mayoría absoluta con la oposición de parte de un grupo parlamentario mangoneado por el inefable Villa a quien la historia parece haber puesto en lugar incómodo. Se apuntan también al escupitajo sobre la tumba estos profesionales del resentimiento, algunos de ellos cómodos vividores de algún momio subvencionado que se permiten echar la lengua a pacer sin consecuencias. Odiar al campeón es cosa de tullidos que no lo llevan con paciencia, de gente para quien el resplandor ajeno jode mucho porque ilumina sus propias telarañas, de gente incapaz de analizar la realidad con un mínimo de objetividad y, sin dejar de criticar lo criticable, tener suficiente apertura de miras para admitir lo bien hecho.

No hay por qué hablar bien de todos los muertos. Algunos no lo merecen, claro, pero otros como Juan Cueto, Pachu Prendes o Tini Areces sí, porque el respeto se lo ganaron en vida y no necesitaban de la muerte para pasar a limpio sus carreras. Los preferíamos vivos, aún con sus sombras y fallos, y los preferíamos más que a la caterva de destructores sistemáticos de cualquier obra u opinión ajena, eternos adolescentes enfadados que se creen los Savonarolas definitivos con el dedo acusador siempre apuntando hacia quienes no son de su secta, con el dedo y las ideas llenos de roña y desinformación del mismo grosor. Estos superiores morales de quienes no se recuerda obra alguna, son quienes tratan de dictar al común de los mortales su salmodia de insatisfacciones, sus ‘qué hay de lo mío’ elevados a la categoría de axioma, su descontento alimenticio y estético que exhiben en los cafés y en los funerales de quienes fueron honorables durante la vida y también después de ella y sin necesidad de las siniestras bendiciones de quienes se creen el albacea de la moralidad por saber cuatro eslóganes y tener mucho resentimiento ocioso y una cuenta en Twitter.

Se paró la máquina

Su mejor aliado, su mejor máquina, el cerebro, se rompió para siempre y mató a Tini Areces por sorpresa. Se paró la máquina imparable cuando aún lloraba a su amigo Juan Cueto, consejero, cómplice y activista como él desde los tiempos de la mili en Monte la Reina, tal y como se ve en la foto que Fernando Poblet publicó en esa impagable biblia de la gijonesidad que es ‘La Guía indiscreta de Gijón’, editada por otro irrepetible como fue Silverio Cañada. Los de esta generación nos vamos quedando sin referentes y eso, además de una desgracia, es el aviso de que ya estamos en la cola para pedir el finiquito.

Tini Areces llegó a la Alcaldía de Gijón en medio de la tormenta. Fue tras una tensa asamblea del PSOE de Gijón en el teatro de la Universidad Laboral en la que entre acusaciones de pucherazo y tongo, la dirección socialista consiguió dejar fuera de la carrera preelectoral (aún no existían las primarias) a quien había sido el primer alcalde democrático de Gijón, el también socialista José Manuel Palacio. Tini llegó de la mano de los jóvenes del PSOE, Francisco Villaverde entre los más activos, que vieron en aquel ex comunista de mente rápida, voluntad de trabajo inagotable, y capacidad de cercanía con la gente corriente, al gran líder socialista para el futuro de una ciudad en la que iba a haber mucha tarea. Areces fue candidato y ganó las elecciones pero no consiguió la mayoría absoluta de su predecesor. Nunca la tuvo como alcalde de su ciudad y eso espoleó aún más su pasión por hacer política, por negociar, convencer y pactar. Siempre lo consiguió.

Su carácter enérgico, empecinado incluso siempre que la idea merecía la pena, no obstaculizó su capacidad negociadora con el resto de las fuerzas políticas y con la mayoría de los sectores sociales a quienes supo atraerse. Porque más allá de ser recordado como el alcalde que patrocinó y lideró los mayores cambios de la historia de Gijón, Areces deberá pasar a la historia local como el primer político democrático que pensó a lo grande (a lo grandón según marcan los cánones antropológicos del gijonesismo) y sacó adelante proyectos con vocación de transformar la ciudad desde las raíces, no solo en la superficie. Su gran amigo Juan Cueto, fallecido dos días antes, llamaba a esto mentalidad ‘glocal’, la mezcla de lo global y lo local, y Areces repitió muchas veces ese ‘mantra’ en sus discursos: pensar en global y actual en local sin poner puertas a la imaginación. El primer gran plan de saneamiento de Gijón, la recuperación de todos los terrenos de la Tesorería de la Seguridad Social en Gijón que hoy son el campus universitario, la ‘Milla del conocimiento’ y el campo de golf municipal de la Llorea, fueron iniciativas en las que, detrás de las apariencias, de las cifras, de la novedad de los planteamientos, latió siempre un concepto de ciudad moderna y preparada para los retos de un siglo nuevo e incierto a los que ya no se podría enfrentar solamente con el carbón, el acero y los astilleros.

Vicente Álvarez Areces cambió la piel de Gijón pero su objetivo era cambiar el espíritu colectivo de los gijoneses, renovar la fe cívica en las posibilidades de una ciudad que veía morir una época y se encontraba sin recursos ni ideas para enfrentar la siguiente. La dura reconversión industrial de los años 80 y 90 que se llevó por delante los sectores naval y textil de Gijón, cientos de empresas auxiliares y que afectó a todos los sectores de la ciudad y de forma muy profunda al estado de ánimo colectivo, era enfrentada por Areces y su equipo en todos los frentes posibles, pero sobre todo sobre la base de que a cada crisis era imprescindible responder con un nuevo proyecto, seguir adelante encontrando otros recursos de Gijón que hasta la fecha eran secundarios, pero que la historia llamaba a colocarse en vanguardia. Por eso al crear dos nuevas playas y una nueva zona urbana en lo antes era el lodazal de Poniente, rehabilitar El Muro, empujar el Puerto deportivo promover los parques de la Providencia y el Cerro recuperando los terrenos militares costeros, y coronar todo ello con el Elogio del Horizonte fueron un órdago gijonés y arecista contra la mentalidad pequeña y amedrentada de quienes tuvieran la tentación de dejarse consumir en el desguace de una época de empresa pública. El entonces alcalde fue agredido en el acto de inauguración del Elogio del Horizonte, una bofetada que era símbolo de la convulsión gijonesa del momento, pero esa obra retadora, futurista y rupturista, en su día denostada y calificada de despilfarro, es hoy el orgulloso símbolo de esta ciudad y el recuerdo de la bofetada de Areces al Gijón decaído y en blanco y negro.

‘Tini hizo mucho’. La frase se escuchó, se escucha hoy y se escuchará durante años en Gijón y porque excepto para los conspiranoicos, adoradores de su propia mediocridad, convencidos de su presunta superioridad moral, cainitas y amantes del ‘cuanto peor, mejor’, es una realidad. Pero quizás sea un peligro quedarse en la hiperactividad de un político que quiso otra ciudad y que para ello se ocupó desde la recuperación de la arqueología hasta el impuso de la Semana Negra. Esa hiperactividad iba más allá del simple ‘hacer e inaugurar’ porque lo que quiso y en parte consiguió el alcalde Areces fue renovar el alma de Gijón por dentro y hacerlo contra viento y marea, no siempre con el aplauso de todos porque el mal llamado grandonismo de Areces, era capaz de suscitar grandes adhesiones y tremendos rechazos. No dejaba indiferente a nadie y esa condición le hizo conseguir un enorme tirón electoral, casi populista en ocasiones, una tremenda popularidad en los barrios de Gijón y, tener a la vez, enemigos íntimos, incluso en su propio partido, que siempre buscaron resquicios en su gestión política y aún en su vida personal para tratar de tumbar lo que durante años fue un indiscutible bastión electoral socialista y uno de los gestores más prolíficos, imaginativos y trabajadores que ha dado la política.

Ha muerto uno de los políticos mejor amueblados y engrasados de los últimos 50 años en España, activo hasta la exasperación para quienes trabajaban con él, pertinaz en sus ideas, hiperactivo, contundente, y siempre optimista. Su complejidad política y personal, su intensidad, su legado y sus proyectos deberán ser ahora analizados con sosiego, sin la inmediatez de la lucha política a la que ya transciende su memoria de político y ciudadano comprometido. Ha muerto quien siempre dijo “hay que seguir”. Seguiremos.

Odios

No tengo palabras para mostrar mi enorme satisfacción (añadir orgullo es demasiado monárquico hasta para hacerlo en día de Reyes) por haber sido capaz de superar una Navidad más. Este tour de force, este reto para campeones, esta concentración descontrolada de alcohol, afecto, nostalgia, falsificaciones históricas, comida, cava, turrón de lo duro y musgo mezclado con bombillas chinas, es lo que mide sin duda nuestra capacidad de resistencia ante la vida. Porque cuando uno ya lleva doce meses pagando impuestos, madrugando, agachándose ante el poder, tragando bilis mientras oye a idiotas con bachillerato dirigir un país, llega diciembre y te remata con la prueba final de aguantar el maratón navideño. Así que llegar al 7 de enero con vida y sin haber sufrido ninguna intolerancia alimentaria, reyerta familiar, ni coma etílico, es una prueba de salud mental y corporal que debería ser convalidada con el reconocimiento médico obligatorio de la empresa. La Navidad nos acredita como atletas de la vida, como seres endurecidos por el tiempo a quienes cada diciembre superado pone una medalla de oro (falso) en el pecho.

Y ya en enero podemos volver a odiar sin complejos, a maldecir por lo bajo y por lo alto, a escupir para arriba, a desear al hombre o la mujer del vecino o la vecina, y a pasar las horas muertas de las fiestas tirado en un sofá sin más obligaciones que las de no hacer nada, sin reuniones tumultuosas regadas con ginebra. Además, a partir del 7 de enero ya se puede apear del soniquete diario el puto mantra de ‘feliz año’ con el que nos engañamos y engañamos a tanta gente entre el 31 de diciembre y el día de Reyes. Porque más allá de la cortesía navideña conviene matizar desde el principio del final de la tregua de las fiestas que hay muchas personas a las que uno no desea un feliz año, ni siquiera un feliz minuto, y espera que 2019 les vaya como el culo porque ya está bien de que la suerte premie a tantos imbéciles y olvide a tanta gente honrada, trabajadora y con mucho talento. Odiar ya está permitido en enero. Y no solo por tener que padecer la famosa cuesta de enero que ya no termina en 12 meses, sino porque el odio es un sentimiento aceptable y liberador aunque sea de puertas para dentro, ejercido sin excesos, sin armas, sin golpes, sin salivazos, sin bengalas y sin escribir en Twitter. Uno puede y debe reconocer su propio odio como un sentimiento natural que ya no debe remansarse por culpa del niño Jesús ni el anuncio de Coca-Cola. Dediquemos 2019 a odiar con fundamento, sin rabia, sin violencia y con humor a las personas y causas adecuadas. No erremos en el odio. Saber con certeza a quienes odiamos nos permitirá querer más a quienes aún nos quieren. Sean quienes sean, que nunca se sabe.

España Duralex

A uno le preocupa más que le rompan la cara, las piernas o la vida entera a una mujer que el hecho de que España se rompa por la mitad o por alguna de sus esquinas. Hay cosas que no tienen repuesto, que no se pueden volver a recomponer, que son insustituibles como por ejemplo las novias, las madres, las abuelas y todas las mujeres en general. Es de preocupar mucho que un día sí y otro también haya mujeres muertas en las calles y en los periódicos, y preocupa aún más que algunos políticos las conviertan en rapiña electoral y algunos periodistas hagan de sus historias manidas crónicas sórdidas para entretener a audiencias embotadas y subnormalizadas por igual. A uno le preocupa, le altera, le encabrona y llega a sacarle de quicio que se rompan tantas vidas al cabo del año y que esta plaga medieval en la forma y en el fondo pase a formar parte de nuestro paisaje cotidiano, del soniquete de las radios y las televisiones y acabe por ser presentada ante el público como algo inevitable, y que los huérfanos de esas mujeres trituradas tengan que pleitear para conseguir una pensión de orfandad en un país que, efectivamente, está roto de indiferencia y burocracia si no es capaz de atender a las víctimas como lo que son.

Así que frente a estos crímenes me importa una mierda la tan cacareada y apocalíptica ruptura de España y me escandaliza que la derecha presuntamente humanista y católica, ayudada por la ultraderecha asilvestrada que por fin ha salido de la cueva y sin complejos, tengan más discursos para ahuyentar a un catalán nacionalista que para condenar a un asesino machista o a un violador en serie. España está rota, en efecto, pero la fractura no se ha producido en Cataluña ni en Euskadi, ni en ninguna otra fronterita con sus banderitas y sus pijos esnobs pronunciando sus discursos de falsos profetas victimistas. La ruptura de España se produce cada día que una mujer muere violentamente ante sus hijos, es violada, martirizada, privada de sus derechos, de su libertad, es prostituida, comprada o vendida, insultada, menospreciada en su empresa y tratada como un objeto de escaso valor del que se puede prescindir sin que a nadie le tiemble el pulso.

España se pulveriza en miles de trocitos cortantes, como los de un plato de Duralex que revienta contra el suelo de una cocina, cada vez que una mujer es asesinada y queda la duda de si esta España es capaz de hacer algo por sus huérfanos y si el Estado (en su conjunto o por partes) tiene verdadera sensibilidad legislativa, ejecutiva y judicial para poner en los primeros puestos de su agenda de trabajo la lucha contra la violencia machista con todos los recursos habidos y por haber. Mientras la gravedad de este problema se frivolice, se ignore, o se use como moneda de cambio para chalaneos electorales o para excitar bajos instintos en busca de votos fáciles, España seguirá rota con el suelo de su cocina lleno de miles de cristales rotos y afilados como cuchillas.

Amor y derivados

El amor está sobrevalorado. Como lo estuvieron los muebles de metacrilato, ciertos escritores, las deconstrucciones gastronómicas, algunos poetas oscuros, la Navidad, la democracia, y lo siguen estando las perogrulladas de Paulo Coelho, el grafiterismo en general y las redes sociales. El amor es un compuesto de una química tan compleja que todo el mundo ha tirado la toalla tratando de darle alguna definición seria. La humanidad se ha conformado con hablar de amor rellenándolo de adjetivos como se rellenan los pavos. En el amor suele darse una enorme importancia al envoltorio y las apariencias, ya que el contenido es, por lo general, volátil e inconsistente, como un gas o un perfume muy caro que apestan al principio y que en poco tiempo solo dejan un rastro imperceptible y una melancolía venenosa. El amor y la felicidad (que muchas veces se confunden) son como el opio, una flor cabrona de apariencia bucólica, pero muy productiva y de la que se extraen gran cantidad de subproductos tóxicos. De la flor del amor destilada surgen drogas legales como el matrimonio, la pareja en variantes casi infinitas, la familia, la pasión y la ternura, equivalente esta última al amor cuando ya es solo una zapatilla gastada.

Drogarse con amor está bien visto por la sociedad porque aunque produce efectos parecidos a la cocaína o la marihuana, su tráfico no está penalizado y sus procesos de desintoxicación no causan gastos al Estado. El amor es una droga dura que lleva a tomar decisiones que no siempre resultan acertadas, algo parecido a gobernar un camión de 20 toneladas cuando se va de coñac hasta las trancas. Decidir por amor es como conducir borracho, pero no te quitan el carné de ser humano por hacer esa barbaridad. Uno puede casarse y divorciarse las veces que pueda sin miedo a quedarse sin puntos en el carné vital y, además, y si usted teme al infierno, existe también ese fabuloso invento de la anulación matrimonial que ha inventado la Iglesia, una especie de ‘ojo de halcón’ ( ¿será ‘ojo de paloma’ en este caso?) de las alcobas que pone el marcador a cero para un nuevo punto de set y te devuelve el carné de soltero en toda su inmaculada concepción original.

El amor es pensar con las hormonas en vez de hacerlo con las neuronas, es la gran cortada universal que ha cobijado dictadores (amor a la Patria) y criminales (la maté porque era mía), que circula descontrolada, que se confunde con la necesidad, con el despotismo y la propiedad privada. El amor raramente mejora con los años y, como pasa con el deporte, es una actividad que debe practicarse mientras se es joven. Y uno se hace mayor.

Leve

Cada vez que empieza un año uno se da cuenta de cómo va rebajando sus expectativas vitales. La ambición es un gel de baño perfumado, la fortuna ya tiene dueño, el amor es un parque temático lleno de cristales rotos y la salud es una receta electrónica que facilita drogas legales de todos los colores. Puesto a la cola del hospital del Nido del Cuco con el resto de los internos para recoger la dosis de píldoras de colores mientras escucha como suena en Viena el ‘Danubio Azul’, uno espera que los próximos 365 no sean demasiado crueles porque ya no tiene cuerpo ni alma para más latigazos. La vida es un proceso de licuefacción en el que casi todos los días son 28 de diciembre, el cotillón está pasado de fecha y el vino del brindis es peleón y deja una resaca permanente. El dolor de cabeza del 1 de enero es crónico y vamos renunciando a ser Indiana Jones para conformarnos con ser Anacleto o Antonio Alcántara. Año por año, uno va renunciando a cosas sin darse cuenta o sin querer darse cuenta de ello, que es peor. Pasa de pretender formar parte de la clase dirigente a engrosar algo que antes se llamaba clase obrera; pasa de querer ser el primero de la clase a conformarse con que no le echen de ella y llega un momento en que se contenta con que a su alrededor haya gente con cierta clase. Ya no quedan fuerzas, ni ganas, ni mentiras que contarnos para creernos que 2019 terminará bien. Somos clase turista en el viaje de la Humanidad y vamos sentados en las localidades ciegas del gallinero.

La clase turista seremos un año más el motor del mundo, la clientela fija de los chiringuitos de la Seguridad Social, la respuesta a todas las estadísticas, la carne de cañón de todas las compañías aéreas, de todas las multinacionales depredadoras, los consumidores del alpiste ideológico de una clase política subnormalizada, los que sufrimos a chigreros cabreados, a funcionarios desmotivados, los que creemos que las infusiones y los relojes con pulsómetro nos harán libres, los que piensan que con una camiseta y cuatro mantras de baratillo pasaremos por revolucionarios de Internet. Y así iremos tirando otros doce meses si es que tenemos fuerzas para ello. Ningún año nuevo es feliz, si acaso podrá ser grave o menos grave. Si es leve ya será un milagro.

El recibo

El reciboCada fin de año llega como el recibo de la luz: sin avisar. Y seguimos sin aprender. Todos sabemos que el año se acaba y que hay que pagar el recibo, pero continuamos siendo pillados por sorpresa cada 31 de diciembre y ante cada factura de la luz. Y es que, para colmo, nunca nos salen las cuentas. Ni recordamos haber encendido tanto el radiador como para soltar esta pasta gansa en kilovatios, ni tenemos la sensación de que los 365 días vividos nos hayan dado para tanto como para tener que tirar a la basura otro taco de resguardos de los doce meses gastados vaya usted a saber en qué. En sobrevivir, básicamente. Tal vez el Ministerio de Fomento, o el de Vivienda, deberían procurarnos a los ciudadanos un recibo justificativo del año consumido. Cada  30 de diciembre debería llegarnos a casa una cartita con las estadísticas de nuestro consumo de tiempo a año vencido. Yo he tenido años en los que no recuerdo en qué se me ha ido tanto tiempo. No sé si en febrero me pasé de la raya consumiendo días en asuntos de poca monta, si luego recuperé energía en verano con un gasto cabal de siestas y sobremesas, o si en otoño me dediqué a disparar al aire salvas de horas como quien tira con pólvora ajena hasta llegar a San Silvestre, después de haber hecho correr el contador para nada que haya merecido la pena. Uno debería poder graduar los años como gradúa la calefacción. Sobre todo, porque el tiempo se está poniendo ya tan caro como el petróleo. Y cada vez más escaso.

Inocente

Nunca he tenido claro si la esperanza es lo primero o lo último que se pierde. Dicen que lo primero que se pierde es la inocencia, aunque según pasan los años cada vez tengo más claro que sólo siendo un inocente, qué te cayó la frente, se puede mantener una dosis razonable de esperanza. Hace falta tener una fe ciega para seguir siendo inocente y esperanzado. Cada día de los Inocentes envidio a la gente que siempre cree en algo, aunque sea mentira, y envidio mucho más a quien se lo tiene creído a secas aunque él mismo sea una patraña con patas, un falso profeta de su propia marca registrada. Yo no soy inocente, ni espero nada que no sea ir a peor. Además, los inocentes siempre salen perdiendo en casi todas las películas, son unos personajes muy entrañables para ser carne de cañón de la épica y la lírica, pero llevan todos los golpes en la misma mejilla o, en su caso, no les quedan mejillas en las que recibir bofetadas. Uno empieza por desconfiar de los Reyes Magos y acaba por no fiarse ni de su sombra. El proceso es siempre el mismo y no cesa ni el 28 de diciembre. La vida, por mucho que Unicef, Walt Disney y Emilio Aragón se empeñen en lo contrario, no hace más que darnos razones para desconfiar y andar siempre mirando a ver si ya nos han colgado el monigote a la espalda.

Soy adoptado

Mi perro me dijo ayer que él era quien me había adoptado a mí, no yo a él. Soy adoptado. Al saberlo tuve la misma sensación que cuando me enteré de que los impostores no eran los Reyes Magos, sino mis padres: me disgusté por esta nueva pérdida de la inocencia, pero, en el fondo, creo que me lo esperaba. Visto con calma, que los perros adopten a los humanos no es más que una parte lógica de nuestra existencia y no la peor. A saber: no elegimos nacer, sino que la vida nos saca por las orejas del útero de nuestra madre; no podemos elegir el cargo en nuestra empresa, ni mucho menos nuestro sueldo, apenas tenemos control sobre nuestra vida sexual o sentimental, tenemos los amigos de milagro y nos morimos el día menos pensado, justo cuando empezábamos a pensar que todo estaba controlado. De manera que la revelación de mi perro adoptivo es una más. No soy dueño de mi casa, ni de mi futuro, y ni siquiera de un animal de compañía. Por algo se dice que este es un mundo de perros, porque ellos deben saber algo más que nosotros de qué va todo esto. Tal vez mi perro haya sido mi jefe en otra vida y sigue ejerciendo ahora desde su posición privilegiada a cuatro patas. Espero ser perro en la próxima vida para tomar el mando de la realidad, entender el cotarro y poder mear por las esquinas sin estar pendiente de un guardia. Al fin y al cabo no es tan malo que te adopte un perro. Esta noche le pondré al mío doble ración de huesos. Puede que en una próxima vida él lo haga por mí.

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